Friday, November 8, 2013

Ciencia: creatividad y método




El espíritu científico es complejo, porque no es uno. Por un lado, necesita de una mente estructurada para poder analizar y teorizar cosas y situaciones. Pero si no hay nada más, nos quedamos en la técnica. La ciencia necesita también la fase inicial: necesita una mente abierta, capaz de imaginar un abanico casi infinito de posibilidades. No hay ciencia sin creatividad. 

Afirmar que todo empezó con un Big Bang es una hipótesis muy plausible, el problema es que a veces quien lo dice, lo hace más por convicción doctrinal que por comprensión racional. Científico es el que alucina con el Bing Bang. Dogmático es el que lo afirma sin pestañear. De hecho, que el inicio sea Dios o sea el Big Bang no le impide a un científico creyente investigar sobre la malaria. El constante cuestionamiento de la realidad es lo que hace el espíritu científico, no la recitación de teorías ya existentes.

Uno puede creer en lo que quiera siempre que luego, en el campo en que trabajas, pueda sostener sus métodos y resultados. El problema no es la creencia del otro lado del límite de lo comprensible, el problema es el método que aplicas sobre lo que no hace falta creer. Incluso más – las hipótesis variopintas sobre lo que puede ocurrir del otro lado, no son contraproducentes, sino necesarias para investigar. Encontrar así nuevos caminos o desenmascarar los callejones sin salida.

La capacidad de lanzar con libertad estas hipótesis descabelladas es algo que debería ser más tenido en cuenta. Sin los que lanzan las hipótesis que luego resultan ser falsas, no podría surgir la buena. No siempre hay indicios iniciales sobre qué lleva por el buen camino y qué llega tan sólo a un error. No hay que juzgar la hipótesis por el resultado, sino por las pistas que permite abrir o que incluso permite cerrar. Franklin creía que el estado natural del agua en el mundo era salada, y que era la evaporación del mar lo que le confería momentáneamente un aire dulce. Ahora sabemos que es lo contario, que son los minerales que arrastra en su caída los que le dan a posteriori sus sales. El Viagra se inventó buscando una cura a las enfermedades del corazón – y ante la vasodilatación de otros conductos, se tuvo los reflejos necesarios para hacer pasar delante al efecto secundario. 

No hay que matar la creatividad si queremos avanzar, ya que el método es justamente este, se trata de aplicar a posteriori pautas de verificación a ideas potenciales. En ciencia, cuentan la idea y el método. Es la manera de llegar al resultado. Y si el campo analizado es fácilmente puesto a prueba, muchas veces sucederá que se antepondrán las pruebas experimentales sucesivas a un análisis detallado inicial - ¿por qué no, si se tiene a mano? Para otras teorías más complejas como el Big Bang con que comenzábamos, es más difícil poder experimentar. Pero sin la explosión creativa inicial, no habría nada sobre lo que aplicar método alguno.

Wednesday, January 5, 2011

Paraules


¿A qui pertany el significat de les paraules? Crear nous vocables, variar el significat dels antics, són pràctiques que fan avançar una llengua, li aporten les seves diferències i matisos. Però succeix massa sovint que en comptes de modificar el sentit d'una paraula per una voluntat pràctica d'adaptar-se a nous temps i usos, es carreguen les paraules de forma voluntària amb connotacions negatives. Pot ser una tasca subtil, o barroera. I en comptes d’analitzar amb calma qualsevol paraula, succeeix que amb algunes ens hi llencem a sobre. Les paraules ara semblen no ser lliures, porten la càrrega de qui més les ha utilitzat. Això no hauria de ser així: les paraules són lliures i són les que conformen el pensament - les paraules no haurien de ser projectils de carcassa dura. Les paraules s'haurien d'emprar pel seu significa real, no per la connotació de qui la utilitza. 

En teoria, democràcia seria el lloc on es exercir el lliure dret de paraula, on es podria elevar el debat obrint totes les possibilitats. Cert, no tota proposta té dret a ser executada: però si més no, tota idea té dret a ser analitzada sense cap a priori. Tota idea o tota paraula té dret a existir per ella sola. El fet de recular davant un mot és la primera senyal que mostra que alguna cosa va de tort. Tirar-se enrere davant una paraula és negar la raó que l’estudiï, és associar-la massa d’hora a alguna connotació a priori, és corrompre el seu significat. Vol dir cedir a la imatge en detriment de la substància. Vol dir quedar-se amb allò superflu i immediat, evitant la dissecció posterior i honesta. A vegades aquesta operació és massa feixuga: ens fa por pensar, no fos cas que trobéssim que hem de canviar d’opinió. 

Vivim en dies de velocitat, d’idees, d’imatges colpidores, on compten més els titulars que no pas les propostes plenes de matisos. Si bé el dirigent d’un país ha de ser en efecte algú que sàpiga moure’s entre aquestes eines de lideratge, motivació i empatia, no hauríem d’oblidar que la façana no ho és tot. El que s’aplica a un líder en concret, s’hauria d’aplicar a la democràcia en general. La democràcia és un sistema que requereix uns deures molt clars per la part de tots: el deure de ser responsable del seu propi país, mestre del seu futur. Però també el coratge de no obviar cap debat, de no criticar cap paraula pel que creiem que significa o pel que volem fer creure que vol dir. Que no se’ns acusi d’utilitzar cap paraula, que no ens en robin el significat intentant caricaturitzar-la. Sense donar la paraula, no hi ha debat. 

Una democràcia que defuig la confrontació d’idees perd tota la seva essència, i ens aboca a una simplicitat que ens redueix fins i tot en la nostra qualitat de persones. Ens redueix a trenta segons d’espots televisius, ens limita als titulars dels diaris digitals. La democràcia que treu la vida a les paraules, les acaba dictant.

Thursday, April 15, 2010

El árbol









Nunca nadie supo cómo fue a parar a aquél rincón. No era lugar para un roble. A veces crecen árboles en lugares donde no les rodea ninguno de su especie. Empujados por la fuerza de los años pasados, con raíces obstinadas que resisten cualquier tala. Aguardan sigilosas años bajo tierra, siglos, y hacen surgir cada primavera brotes verdes hacia el sol. Quizá esta vez será la vencida. Todo por recuperar el terreno perdido.

Pero ésa no había sido su historia. En esta ocasión, debía haber sido una semilla. Una bellota. Algún animal la habría dejado allí, por alguna extraña vía. Algún jabalí, por el suelo. Alguna ardilla, por las ramas. O algún pajarillo, por el aire. Y allí se quedó, encajonada. Una semilla de roble a los pies de un gran pino de copa. Cubierta poco a poco por hojarasca seca. Nada más alrededor, sino la antigua masía.

El invierno fue duro. Muy gris, pero escasa lluvia. Poca luz, mucha espera. El agua había caído casi toda en septiembre, y lo haría de nuevo en primavera. Mientras tanto, el cielo oscuro, el aire gris. El humo de la chimenea olía a la resina de las piñas. No había ruido. Todo estaba tranquilo. Todo estaba muerto.

Algo sí se avivó. Era el viento, aire en movimiento. La copa verde se balanceaba mucho, densa. Quizá era demasiado grande, tan alta. El temporal azotó la región. El pino perdió ese día el equilibrio. El invierno había sido definitivamente duro. La caída fue rápida. Mucho ruido. Y luego silencio. La noche continuó su rumbo.

La semilla no pudo notar nada. Allí, recogida, no podía sentir la diferencia. ¿Cómo notar que, en adelante, ese agua del subsuelo no se la llevaría el pino? Siguió su curso, y en primavera nació el germen verde. Lo hacen decenas y miles de otros cada año. Aunque muy pocos consiguen arraigar. La probabilidad no ayudaba. Pero el pino había caído.

La primavera la pasó escondida entre malas hierbas. Más altas, más densas, pero con menos futuro. Ese año nadie segó el lugar. Quizá eso fue lo que salvó al brote. Llegó el invierno. Seco de nuevo, tras un otoño torrencial. Las hierbas fueron cediendo: se habían estirado demasiado, sin tener raíces profundas. Pero el fruto de la bellota no. Había sido más precavido. No trabajó para ser más visto, sino que cavó bajo tierra para buscar proyección. Y se había arrimado a un buen árbol. Un árbol que le cedió su lugar. Su buena sombra ya no le cobijaba. Ahora podría ver el sol. De momento aún hacía frío.

Un día, el agua volvió a caer. El verdor a crecer. El calor llegaba de nuevo. Y esta vez salía gente de la masía. Y talaron el pino caído. Un niño podaba los brotes verdes en lo bajo de los troncos de los árboles: ciruelos, encinas, alcornoques. Descubrió el pequeño roble que crecía con el viejo pino. ¿Cómo había podido ir a parar allí? Decidió ayudarlo. Lo guardó arrimado. Lo regó. Le podó las hojas bajas. Y esperó al año siguiente.

Fueron años de la misma historia. Paciencia.

Primavera, verano, otoño, invierno. Una y otra vez, el ciclo repetido. Tiempo al tiempo. Y el árbol iba creciendo. Centímetros. Un metro. Una ramita dura, marrón, ya no sólo verde oscura. Cinco, diez, veinte hojas. Cuarenta. Un tronco fino, no más ancho que un dedo. Llegó otra vez el invierno. Un verano. Otra primavera. Aquél otoño. La naturaleza se abría camino. La vida seguía su curso. Hay árboles centenarios, los hay milenarios. El secreto es la tranquilidad. La paciencia. Las noches frías de invierno, las solas tardes de otoño.

Han pasado ya más de quince años, y aquella tenue promesa es ahora una estilizada silueta. Alta, homogénea, con un tronco que no se abarca sin la ayuda de las dos manos. Habían retirado ya los restos del viejo pino. Había sido delicado, porque al arrancar la raíz, el roble perdió sus bases. Pero aguantó. Habían sido años de curas, horas de cuidados. Una colonia de insectos atacó su base un verano. Un cruel juego infantil le rasgó la corteza y le hizo sangrar resina. Alguien paró el ataque a tiempo. El roble siguió su curso.

Hoy, tan sólo un hecho deja entrever su pasado. El roble tiene la copa fornida, verde, grande, uniforme alrededor de un tronco superior recto. Pero el roble está torcido. Empieza oblicuo, en dirección al lugar dónde un día hubo el tronco de un pino. Cuando alcanza ese punto, endereza su paso al andar, busca el cielo y obtiene la vertical. Es como si el roble quisiera poner su copa encima de las raíces del árbol a los pies de quien creció, aún teniendo que desviarse de las suyas propias. Es como si quisiera agradecer a quien dio su vida por la suya. El roble nos señala el lugar dónde quedaba aquél pino.

Hoy ha llovido. Ha vuelto a coger fuerzas. El roble está torcido, pero guarda todo su sentido.

Tuesday, October 20, 2009

Diversión contra pereza

Dejo aquí un vídeo que encontramos el otro día en la web: en el fondo, es muy bonito. El hombre como ser curioso y que le gusta entretenerse, frente a la búsqueda de la eficacia y la eficiencia aun cuando no hay fin alguno (excepto, claro está, para aquellos que por problemas físicos necesitan esa técnica).

Wednesday, September 16, 2009

Veo El Tiempo, luego existo

















“Hasta aquí las noticias. Ahora les dejamos con ¡El Tiempo!”

***Sintonía del Telediario***

Era entonces cuando a mi abuela le crecían las orejas, afinaba la vista y se le aceleraba la respiración. Ella nunca quería perderse El Tiempo. Y tuvieron que pasar años hasta que empezara yo a entender sus motivos. Si mi abuela hubiera sido jardinera, campesina, o cartera de Correos, yo habría entendido que le preocupara la intemperie. Pero ella no lo era. ¿Por qué tanto afán en saber si el día siguiente será lluvioso o seco? ¿Por qué tanto placer en las isobaras?

¿Era por comparar presentadores? “Las brumas matutinas en la parte septentrional de la península", los "chubascos de intensidad fuerte o moderada” del retirado Montesdeoca, en la Primera. “Ruixats, calamarsa, vent de mestral, llevantada” en TV3, el desespero de Alfred Rodríguez Picó, defensor del medio ambiente: “això no és boira, és contaminació. Ja fa anys que anem avisant, però no hi ha manera”. Una voz de la conciencia en un programa que creía neutro e insípido. No, no podía ser eso, ella aún no estaba aficionada al cambio de canal. “Ep, que son las diez, pon la dos que darán El Tiempo”. ¡Y dale!, pensaba yo.

Y sin embargo, un día lo entendí. Comprendí sus motivos. Lo noté dentro de mí: quise ver el tiempo, porque buscaba algo que me relajara. Quise ver el tiempo, porque quería ver lugares conocidos. Quise ver el tiempo, porque volvía de un día ajetreado. Y encontré la razón. Mi abuela miraba el tiempo porque era el único referente real y sosegado que le quedaba en la televisión. Era el único espacio que le estaba realmente dedicado, en persona, el único programa que entendía y que la hacía sentir como en casa. El programa anterior –las noticias- era un suceso de eventos avasalladores: terremotos en Turquía, soldados americanos muertos en Afganistán, manifestaciones en China, tecnología en el Salón del Automóvil de Tokyo, concierto multitudinario en Sudáfrica... Y ella ya no sabía, como tampoco lo saben muchos otros hoy, dónde estaba. Aquí, allá, con lo bueno, con lo malo. Uno ya no sabe quién es y qué hace en este mundo. Y sin embargo, luego llega El Tiempo. El Tiempo, algo que siempre está ahí, que nunca cambia. Siempre igual, el mapa y el hombre delante diciendo que si hará sol o se nublará la Península. Parece un programa insípido, y sin embargo lo dejamos empezar, con su hilo musical tan ligado a la compañía energética que lo patrocina.

Y entonces entras en el juego. Porque El Tiempo no sólo habla del cielo, sino de la tierra. De tu tierra. Te recuerda dónde están las capitales de tu provincia. El Tiempo, que con su mapa te muestra el lugar dónde se encuentra tu mar, dónde están el Sur y el Norte. El Tiempo, nuestra casa vista desde el aire. Y donde se nos explica la única noticia que, con una probabilidad del cien por cien, seguro que podremos palpar al día siguiente. El Tiempo, la única información verdadera por mucho que sólo sea una predicción. Todos estamos en las noticias del tiempo, después de no encontrarnos en las crónicas del telediario. El Tiempo, que desde hace ya unos años, no sólo nos dice qué pasará, sino lo que pasó, con instantáneas que ilustran lo que se dijo el día anterior: no importa la predicción, lo que queremos es ver que seguimos ahí. Nos enseña en directo, desde una cámara de vídeo fija, la ciudad de Balaguer. Nieve en Salamanca. El lago de la Vall de Núria. Bañistas en Alicante. Nos enseña estos lugares cercanos, donde hemos estado, donde fuimos de boda, donde pasamos un fin de semana, donde vive el tío Pepe. Sant Feliu de Guíxols, el pantano de Susqueda, els aiguamolls de l’Empordà. Y fotos, fotos de los lectores: los campos del Pla d’Urgell con granizo, rayos delante del puerto de Barcelona, nieve en Collformic. El Tiempo no sería El Tiempo sin el mapa, no hay tiempo sin espacio.

El Tiempo te devuelve la calma, te muestra lo que conoces. Te habla cercano, te dice hasta mañana. No, a mi abuela no le cambiaba mucho que el cinco de agosto se presentara más o menos caluroso que el cuatro. Lo que le interesaba era ver que en este mundo de tecnología, de noticias mundiales y tertulias sobre personas anónimas, alguien le hablaba de su casa. De lo que vería al día siguiente al despertar. No le preocupaba si la exactitud de la predicción. Simplemente, dormía mejor sabiendo que hasta gente como ella tenían un hueco y una existencia en este mundo, era partícipe de aquél espacio. Había visto el tiempo, ya podía ir a la cama. El día siguiente volvería a amanecer. Nublado o soleado, eso era lo de menos. 

Sunday, July 5, 2009

El Tuc de Mulleres















Ésta es la historia de tres ganadores. Tres vencedores que coronaron con estilo el Tuc de Mulleres, una cima pirenaica de 3.010 metros de altura, la mañana del 5 de julio de 2009, tras partir con el sol desde el antiguo hospital de Vielha. Tres montañeros que establecieron un nuevo récord al ascender hasta los 3.013 metros, tres metros más que la montaña en sí, ya que se colocaron en tres de nou amb folre i manilles una vez en la cima, alcanzando así físicamente las estrellas y espiritualmente la gloria.

***

Ésa sería la noticia que habríais leído hoy en "L'Exprés de Vielha" de no ser por la fuerza inusitada del destino. Un empuje bestial que acechó a nuestros héroes desde mucho antes de lo que uno se pueda imaginar. Un arrebato imparable que azotó las bases de la misma tierra. Preparaos para sentir lo que aconteció realmente esa fría mañana estival en un rincón del Pirineo. Ésta es la crónica de otra muerte anunciada.

***

La excursión iba a ser legendaria. Apuntaba alto. Muy alto, más de tres mil metros de Pirineos. Nieve, crampones, refugio, montaña mítica... estaban todos los ingredientes. Cierto es que el grupo que inició el ascenso esa mañana era bastante reducido, pero hay que señalar que los alistados habían sido muchos más. La expectación creada alrededor de la futura hazaña había sido tan grande, que no pasó desapercibida a las masas. Desgraciadamente, de ocho apuntados tras las primeras pesquisas, pasaron a ser cinco el día D, que se convirtieron finalmente en tres a la hora H. El grupo iba menguando como un hielo al sol, la gente iba cayendo como la mosca de Obama, las desgracias llamaban a cada una de nuestras puertas. Pero tres afortunados aguantaron el envite y, valientes, se citaron a la hora convenida en el lugar adecuado. El Mulleres iba a ser nuestro. De Nacho, de su cuñado Jose Ignacio, y mío.





















Pero algo debió pasar con los Dioses del Olimpo: parecían no estar con los buenos. Porque nada más poner los pies en la montaña, empezaron a llover las desgracias. Intentando olvidar el neumotórax de Álvaro (ex futuro número cuatro de la expedición) y el lumbago de Jose María (antiguo número cinco), Jose se encontró con una refrescante bienvenida. Y es que al bajar del coche fue a parar directamente a un charco, mojándose de lleno sus Adidas Stan Smith y los pies con ellas, desde el dedo gordo hasta el tendón de Aquiles. De acuerdo, el origen fue una emboscada de Nacho y mía, sutilmente colocados entre el fangal y el farol del albergue para que la luz de éste no iluminara aquél. Pero el caso es que no es normal hacer el pleno al quince nada más llegar. Y aún más sospechoso resultaba que, un pelín antes, la voz del GPS del coche, muerta tras horas de rutas comarcales y rurales, en vez de decirnos el riguroso “gire a la derecha”, lanzó un “ahora, gire por dónde pueda”. Sí señores, sí: ¡verídico! El GPS perdía el Norte y, lo que es peor, nos anunciaba a viva voz su desespero. Esa voz seca se nos hizo más humana que nunca. ¿Fuerza magnética, isobaras tremendas, humedad relativa, qué es lo que la hizo temblar? No podía ser verdad, pero lo era: hasta la más útil de las tecnologías deponía sus fuerzas ante la madre Naturaleza. Y allí estábamos nosotros. Ah, aire fresco de montaña para tres frescos de ciudad.

Ya situados, decidimos que antes de bajarnos a dejar los trastos, mejor irnos pitando a comer algo, para lo que debimos deshacer y luego rehacer diecinueve kilómetros. La montaña y sus solitarios habitantes es lo que tiene. Pero como dice Álvaro, “paga la pena”. Porque nos encontramos a Indalesio, nuestro hostelero argentino, alias “el rápido”. Íbamos escopeteados por eso de la hora límite de entrada en el albergue. Y bam, al entrar al restaurante, vemos un mensaje encuadrado donde pone “Para comer bien, se debe saber esperar”. Capito. In your face. Y todo antes de abrir la boca. Pero se lo decimos igualmente a la camarera, otra que desenfundaba con parsimonia. Renoi, es que esto siempre pasa: cuantas más prisas, más retrasos. Para que os imaginéis nuestro desespero, nos planteamos hasta dormir en el restaurante. Y es que al preguntarle (dos veces) “¿dónde se puede dormir aquí?” ya que preparábamos el terreno ante la posibilidad de encontrarnos el albergue cerrado, el tío soltó un “¡¿aquí?!", señalando el suelo de su local. No home no, en el pueblo. Y nos dijo que lo iba a consultar. A la wikipedia, no te digo. Nos hizo una foto curiosa porque no apretó el botón, a lo que le pedimos que por favor, la repitiera pero esta vez apretando, gracias. “Güiquiiiii, digan güiquiiiiii”.

En fin, un lugar en el que nos hubiéramos quedado a gusto más rato si no fuera por el crono. Un lugar donde la lógica imperaba:

Nacho: “Un Sprite please”
Camarera: “D’acord, te traigo un Sprite, ahora consulto si tengo, pero si no, pues te traigo un Aquarius”
Nacho: “No mujer no, si no hay Sprite, tráeme un Seven Up" (¿qué me vas a traer un Aquarius si no tiene nada que ver?”…)

O, en la mesa de al lado:
Camarera: “Qué, ¿estaban buenas las empanadillas?”
Los otros comensales: “Hombre, buenas sí que estaban, pero lo que pasa es que eran tan sólo dos, rellenas de queso y cebolla, cuando nosotros habíamos pedido tres, y de carne”
Camarera: “, sí, es que como no me quedaban de carne, pensé que con estas ya harían”…

Qué jeta, digna de un Máster en la Javier Persons' Business School. En fin, todo un show. Nosotros nos tomamos una cena ligera, para preparar bien la ascensión: pizza con patatas fritas.
















Así que nos vamos de allí a toda pastilla, muy a nuestro pesar, y llegamos de nuevo al refugio, que Nacho reconoció porque “es verdad, tiene pinta de hospital antiguo, se ve que es el antiguo hospital de Vielha”. Trola monumental porque tenía unos tochos más nuevos que los de Marbella. Pero en fin, Jose y yo se la pasamos porque él ha pagado la gasolina. Luego, como durante el recorrido nos había dado una vergüenza tremenda telefonear de nuevo al albergue, nos tocaba dar la cara. Debíamos excusarnos, no porque en vez de ocho íbamos a ser cinco -eso ya lo avisamos el viernes-, sino anunciando ahora que al final veníamos sólo tres, y que encima queríamos tan sólo la tarifa básica (dormir), sin cena ni desayuno, que la pela és la pela. Nos suponía un corte tremendo. Pero ahora no podíamos no anunciarle la buena nueva. Así que utilizamos la táctica disimula como puedas:

Llegamos al albergue a las once y un minuto de la noche. Entramos con cara de póker, fingiendo cansancio, y la alberguista pregunta “, ¿sois los cinco?”. Ehem. Nacho se hace el sueco como buen Director Comercial que es. “¡Oh! ¿Cinco? ¿Que no han llegado los otros dos?”. La alberguista, muerta: “No. ¿Vaya, es que les habrá ocurrido algo? Ai, ¡Mare de Déu!”. Entonces salto yo “Ostras Nacho, ¡espera, que los llamo!”, que tampoco quería que le cogiera un infarto a la mujer, y cojo mi móvil y hago ver que llamo y que hablo, haciendo ver que me decían que no, que no llegaban, “vaya, así que aún estáis lejos…”, y que se quedaban a dormir por el camino, “ah, que os cogéis un hostal en El Pont de Suert”, y quedando pues “hasta mañana a las seis de la mañana en el Albergue de Vielha”. Entretanto, se ve que la alberguista le decía a Nacho que “¿qué hace este chico, si aquí no hay cobertura?”, cosa que me repiten al volver a dirigirme al mostrador, me pongo rojo, punyal, que me ha pillado, porque obviamente no había llamado a nadie… Pero por fortuna yo sí, yo sí que tenía las muy deseadas barritas de cobertura. ¡Uf! No pasé por un memo. Y solté “Pues será que tienes Vodafone, porque yo con Telefónica capto señal perfectamente”, y Nacho que responde, rizando el rizo al extremo: “pues será eso, que yo con Movistar no tengo nada”. Nos aguantamos la risa… y la alberguista asiente… “Oh, és clar, és clar”…

Venga, para adentro. Nos lleva a nuestras cinco camas para tres, lo que no es tan desagradable. Ahora bien, ninguno de los tres se esperaba que de tanta humedad las sábanas estuvieran mojadas. Y cuando empezó el concierto de ronquidos nocturnos, Jose se asoma desde su litera, mira hacia abajo iluminando el paisaje con su móvil, y certifica: “Si hijos, sí. De una habitación de cincuenta, nos ha tocado debajo de nosotros el abuelete que ronca”. Y claro, entre el que ronca, el tío al que le daba la luz de la sala de al lado en la cara y se la tapaba con las manos juntas en su rostro como si se hubiera dado con la nariz en una viga, los tardones que entraron con focos en la frente como si esto fueran las cuevas de Altimira, Nacho que no podía dormir, pues nos entró la risa floja… Pero algunos logramos conciliar el sueño. Hasta que…

¡CATACRAAAAAAAAAAAAAAC! La madre de todos los truenos resonó en el albergue, de madrugada. ¡Qué zambombazo! ¡Qué petardo! Un verdadero diluvio. Yo pensé, de veras, que lo siguiente era un alud de piedras, porque aquella traca debía haber removido la tierra. Sí señores, sí. Tras meses de sequía y de verano, va y se pone a llover la madrugada del día D, y no de forma sutil sino con un estruendo que te mueres. No, dime que no es verdad. Que sólo quedamos tres y hem de fer el cim. Pero sí, es verdad. El resto de la noche se oiría, aparte de una disonante pero persistente sinfonía de ronquidos (que Nacho se empeñaba en grabar con su móvil), un repicar de gotas en el techo, dip dip dip, dip dip dip. Un rebote regular, continuo, harmonioso. Un tamborileo que Nacho, que apenas durmió, y yo, que hice cuánto pude, identificamos rápido como lo que era: lluvia. Gotas cayendo celosamente en el tejado. Pero no podemos decir lo mismo de Jose-o-marmota-do-Brasil. Con un gran bostezo digno de Harpo Marx y su bocina (también presente en nuestros remembers del viaje), nos suelta, ya a la mañana siguiente: “yo, es que pensé que ese ruido era... el del aceite que borbotea al hacer huevos fritos. ¡Pensaba de veras que me estaban preparando un par de huevos fritos!”. Sí, señores, sí. El tío creyó que el ruido de la lluvia era el ruido de su camarero particular que le hacía un desayuno especial de huevos f-r-i-t-o-s. Lo que hay que oír, es que vaya tío. Huevos fritos dice. No noi, no. Eso era lluvia, y de la buena. Nosotros sufriendo por el grupo y sin poder pegar ojo, y él regocijándose en su sueño y sus maravillosas fantasías. El mundo es injusto.

Así que ya es la mañana siguiente y el albergue está de pie. Gente de Girona juega a cartas esperando a que amaine el temporal, y uno de ellos, de unos sesenta años, nariz prominente, calva circular, y bigote de vendedor de droguería, suelta, aunque parezca increíble, un “oh caram, es la primera vez que veo una baraja española. Y esto que son, los oros?”, y le responden “que no hombre, que no lo ves, esto son copas”, y él contraataca “ah, ¡copas! Oh caram. Y las espadas, cuales son, las espadas”, y le replican "éstas, que tienen el dibujo de unas espadas”… Un hacha, vaya.

Y se hizo la luz. La luz porque dejó de llover, así que decidimos ponernos en marcha, una media hora después de los de Girona porque ellos eran unos pros y nosotros no dejamos de ser de Can Fanga.
















Me apunto la siguiente garrulería del día al notar, ya empezada la marcha e incluso después de haberme permitido el lujo de pedir presteza a Jose y Nacho, que me he dejado los crampones en el coche. Ole. Lo que faltaba. Tras tanto rastreo en Barcelona por localizar y alquilar crampones, decido volver al coche para que la búsqueda no haya sido en vano. Bajo corriendo y subo como puedo, para reemprender la marcha con Nacho y Jose. Vamos hablando del tío Martín y de la naturaleza para ponernos en ambiente, cuando de repente una bifurcación. Un camino que sigue el río y el valle por un lado, un atajo pedregoso, empinado, lateral pero con un hito de piedras en el otro. Como el Tuc de Mulleres está tapado por las nubes y no tenemos ni idea de dónde está, sabiamente nos decantamos por la opción b. Es que somos gente civilizada, y si hay hito, hay hito y sanseacabó.





















Y eso se pone arduo. El camino se pone difícil, pero nosotros nos abnegamos y subimos y subimos, fuertes como toros, preguntándonos cómo leches nuestro amigo ya apodado “el cinc d’oros” ha podido escalar por ahí, a su edad. Pero nada, juventud divino tesoro, la cabra tira al monte. Arriba, arriba. Hasta que, pasados muchos, pero muchos minutos, quizá una hora, nos preguntamos si estamos en el buen sendero. Es que vaya, no hay sendero, y arriba se pone más vertical que el Everest. Nos asomamos por una carena lateral… y allí está. Allí, en el fondo del valle, subiendo al lado del río, allí está el sendero luminoso que nos llama. Abajo, no arriba. Por dónde hemos venido, no por donde vamos. Oh oh. Oh no. Dime que no. Pero sí. Va a ser que sí. Sí, la hemos pifiado. La hemos liado parda. Hemos subido la montaña equivocada. Olé nuestras narices. Campeones. Los reyes del olfato. ¡La madre que nos matriculó!
















Nuestra odisea entra ya en los anales. Todo esto tienen que ser señales para que no subamos, que hoy no es nuestro día: las dificultades para encontrar el día, el grupo menguante, el diluvio universal, la espera de seis de la mañana a nueve para que deje de llover, las cumbres aún borrascosas, la falta de crampones en las tiendas de Barcelona, el olvido de los crampones en el coche, el camino erróneo. No, tanto no puede ser casualidad. Pero oh, la esperanza y la ilusión es lo último que se pierde. Y como Braveheart enalteciendo a sus tropas, decimos que no, que nada está escrito, que vamos a luchar por ¡nuestra libertad! Y con un coraje imperioso, una pulsión juvenil, un ritmo sereno, empezamos la bajada hacia la bifurcación para reemprender el buen camino. Oh, sí, sí, somos los tres mosqueteros, los tres tenores, los tres jinetes del Apocalipsis, el tridente blaugrana, el triplete culé. Somos... Somos... Uhm. Un momento. No. Parece que no. Pronto nos dimos cuenta de que éramos más bien otra tríada: los tres del Tricicle, los tres hermanos Marx –Harpo, Chico y Groucho- (el cuarto nunca contó), o los tres cerditos.

Porque al bajar lo que habíamos subido, de repente Jose suelta un “¡Ándele! Cómo me patina el pie derecho, es como si los tacos ya no agarraran”. Y se lo mira. El pie. El pie, no la bota. Y es que se le ha caído la suela de la bota. Se-le-ha-desintegrado-la-bota. Entonces se mira el otro pie. Idem. La otra bota también se ha separado de la suela. Oh no. Houston, Houston, tenemos otro problema. Al unísono sus botas habían dicho no. Juntas, unidas hasta la muerte. Nos encontrábamos en medio de la montaña, un día lluvioso, en una pared resbaladiza, con Jose literalmente sin suelas. Con Jose descalzo.

Pero es que ojo que la historia tiene miga. Porque al salir por la mañana, comentando la diferencia entre nuestro atrezzo y el de los montañeros gerundenses (Nacho con tejanos, Jose con las botas que se compró quince años atrás, yo con mi jersei de balonmano), Nacho y Jose explicaron cómo el padre de Jose se metió con Nacho por no tener botas de montaña (Nacho se las tomó prestadas a un amigo), tomando como ejemplo a Jose “mira el Jose, que tiene las suyas desde hace años. Éstas son cosas que se deben tener propias, cosas de una vida, cosas que duran”. Ehem, habló el profeta. Pero para Jeremías, el amigo que prestó a Jose otra parte de su equipo alpino: crampones, cantimploras, mochila… Ya que Jose, por la mañana, también antes de salir, nos comentaba riendo las ocurrencias de su amigo, que le había dicho "ojo Jose con esas botas tan viejas, que aún se te van desintegrar". Ja ja ja, vaya ideas, ¿no? Unas botas de montaña desintegrarse… Sí, sí, que cachondo el amigo. Pero ¡bam!. Va y fue lo que pasó. Se le desintegraron las botas a Jose. Ése si que fue un profeta.





















Así que ya nos véis, a los tres pixapins tomando el camino de regreso definitivo, hacia abajo, tras una serie consecutiva de eventos que hicieron de nuestra cruzada una misión imposible, vetada desde su concepción, bombardeada en su preparación, ajusticiada en su realización. Pero dejamos el listón bien alto. Can Pixa, Can Fanga, ahora sí que nos harán ciudadanos de honor. Cumplimos con todos los requisitos para tal, confirmado ingenuamente por uno de los gironins que, al explicarle que habíamos subido la montaña equivocada y enseñarle el resto de botas de Jose (que acabó la bajada en calcetines), nos señala un monticulito de nada, a poca distancia del refugio, nos pregunta en serio “¿allá?”. Hombre, no fotem, que eso es una protuberancia insignificante, una altura nimia, ¡y tocando el sendero! ¡Hombre de poca fe! El tío de verdad pensaba que no habíamos hecho más que un par de quilómetros… Lo que hay que oír.

Y ésta es la gloriosa historia de nuestra fallida ascensión al Mulleres, un 5 de julio de 2009, jornada posterior al día de la independencia americana. Jose, Nacho y Jorge, hombres de valor, hombres de principios, hombres de objetivos. Pero un día, un día el Tuc será nuestro. Y entonces, con nuestro fogoncito portátil, nos haremos los huevos fritos de recompensa. Huevos fritos en el monte. Porque sí, también nos habíamos llevado un fogoncito de butano, faltaría más: que somos lo que somos, y las cosas, o se hacen bien, o no se hacen.

***

*Ignacio alias el Nacho ascendió el Turó de l'Home a pata coja en el 2019. Cuentan que fue porque seguía con las mismas botas que en el Mulleres, y la derecha ya le empezaba a flaquear.

*Jose Ignacio alias el Jose coronó el Pedraforca en el 2024, de noche, vestido con el traje tradicional de los pastores del lugar.

*Jorge alias el Jorge subió con crampones el edificio Eismann de Barcelona en el 2031. Cuentan que desde el Mulleres su vida siempre fue una constante búsqueda del hielo en altura.

Los héroes suelen ser recordados por sus hazañas. Sin embargo, en esta ocasión nuestros héroes serán recordados por lo que intentaron, no por lo que consiguieron.

Monday, June 22, 2009

Las últimas fronteras












Algunos habréis visto el vídeo que puse hace unos días, en el que se preguntaba a la gente dónde les gustaría despertarse al día siguiente. Yo no di mi respuesta, pero hoy os doy una variación sobre el tema. ¿Cuándo te hubiera gustado vivir? Pues la verdad es que me hubiera gustado nacer antes de la segunda guerra mundial, o quizá antes de la primera. En un tiempo en el que aún no existía la globalización pero en el que sin embargo algunos ciudadanos como Willy Fogg hubieran podido viajar de un país a otro sin necesidad de papeles y permisos. Cierto que entonces muy pocos tendrían la capacidad material necesaria para tal hazaña (a diferencia de ahora, con nuestros vuelos y agenicas de viajes), pero al menos en aquel tiempo no se reducía directamente a las personas con un número identificativo. Pero no es esta facilidad administrativa (que para mí es una seña de humanismo) lo que me interesa de esa época no tan lejana, sino otro detalle: simplemente, que cada pueblo aún guardaba sus características propias, cada civilización guardaba sus tradiciones, su vida, sus tesoros inmateriales. No digo que el desarrollo actual no haya traído beneficios a muchos lugares del planeta, pero hoy en día vivimos en un mundo en el que demasiado a menudo la civilización principal ha desbordado con su sub-sistema (“el consumo de masa”, que por definición mismo inutiliza a la persona, ahogándola en un grupo anónimo para que la suma de sus pequeños gastos pueda suponer un gran balance final para la empresa vendedora), casi como una plaga. Hoy nos hemos multiplicado de forma tal que no hay frontera física, porque nos hemos invadido mutuamente en la realidad del espacio y en la ficción de lo virtual. Ya lo hemos visto todo por la tele, ya no nos supone tanta impresión ver la Torre Eiffel por primera vez, o soñar con las invenciones técnicas para la agricultura o el diseño de muebles que se verían en la Exposición Universal de París o Barcelona a finales del XIX. Por ejemplo, yo de pequeño siempre soñé con Damasco y Bagdad. No tenía ni idea de lo que podía haber allí, pero para mí eran nombres mágicos, ciudades donde mercaderes guardaban sus tesoros, ciudades en medio de desiertos y montañas que albergaban palacios de agua, princesas con zapatillas de tela fina y colores y de suela de cuero, caballos por las calles y camellos en las esquinas. Pero hoy, hoy Bagdad es el Bagdad de las bombas, la ciudad destruida, y reconstruida por empresas occidentales con falsos palacios de plástico y pladur. Los barrios pobres no son casas de barro y cañas, sino chabolas de plásticos y antenas de televisión. La gente está convulsa porque lejos de tener el enemigo que todo pueblo tiene –el vecino-, le cayó el ataque por encima, de no saben quién, sin saber por qué, por unas guerras de oro negro alimentadas por su dictador y bebidas por los occidentales.

Ahora estamos en todos lados, no hay mundos secretos ni reinos perdidos, y las fronteras físicas y culturales han desaparecido a favor de unas fronteras administrativas y de papel. Es un mundo falso, sin rumbo, en el que ya no vale ni el honor de la guerra. Creímos que el desarrollo nos haría mejores, y eso ha sido el problema de todo. El desarrollo nos hace más eficientes, pero no nos hace directamente mejores: mientras que el desarrollo nos facilita la vida sin que nosotros tengamos que aplicarnos en ello, para ser mejor hace falta que cada uno de nosotros se aplique en ello. El desarrollo podría ser un catalizador, pero en todo caso está visto que estos términos no guardan una correlación directa. Hubiéramos tenido que ser humildes y aceptarlo: no hay ningún mal en admitir que no se es perfecto. Al revés, es una virtud, o incluso diría una necesidad, porque ignorar que se hace el mal no es mucho mejor que hacerlo expreso. No, no hay que creérselo, hay que ser más escéptico, hay que pensar más. Se debe ser consciente de lo que se es, e intentar mejorar, pero sobre todo se debe ser consciente de nuestras limitaciones, para no caernos de bruces el día menos pensado, y para no estar limando la vida de otros sin darnos cuenta.

Sí, me hubiera bastado vivir hace cien años, años en los que África aún era feliz sin nuestra intervención, años en los que como en la canción de Sabina, hubiera sido mercader en Damasco, gitanito en Jerez, taxista en Nueva York, pintor en Montparnasse, tabernero en Dublín, mejor tiempo en Le Mans, cazador en la India, marinero en Marsella... o explorador en en Nilo, escriba en Egipto, buda en el Tíbet, cazador en la sabana, Inuit en el polo, buscador de oro en Alaska, Inca en los Andes, Tuareg en el Sáhara, artesano en Florencia, gondolero en Venecia, seminarista en Roma, cowboy en el Oeste, modernista en Barcelona, ninja en Hiroshima, Bruce Lee en la China, pastor en los Alpes, caminante en Santiago, compositor en Viena, agitador en Moscú, gángster en Chicago, pescador de l'Escala, industrial en Terrassa, cineasta en Los Ángeles, National Geographic en Namibia, chamán del Amazonas, estudiante en París…