Wednesday, March 11, 2009

El sencillo sabor del agua

Hace poco pasaron por televisión un pequeño reportaje que me hizo mucha gracia. Se trataba más bien de un inciso en un programa de actualidad, unos minutos en que la reportera nos iba a enseñar cómo vive Rufo. Porque Rufo tiene una historia: no es un hombre normal que vive en un piso de alquiler: Rufo es un hombre que vive en una rotonda, establecido con su cabaña en medio de la carretera.

Pero la rotonda de Rufo no es esas pequeñas, sino más bien uno de esos espacios muertos que quedan entre los cruces y salidas de autopistas. De hecho, yo no creo que a aquello se le pueda llamar rotonda, pero en fin, es así como le llamaban en el programa. Queda bien decir que el hombre vive en una rotonda, es un buen titular.

Resulta pues que la reportera lo va a visitar, con las cámaras como testigo. Y muy cortésmente le trae una barra de pan del día, un poco de jamón serrano (envasado al vacío), y el periódico. Tengo que decir que a pesar de lo muy sensacionalista que suena todo esto, la reportera era muy simpática y no se pasó demasiado de la raya. Además, resultó que Rufo era una persona realmente inteligente, que viviendo en su cabaña, con su tranquilidad y saber vivir, estaba alegre, muy bien aseado, muy vivo: no se iba a dejar hacer. Su cabaña de hecho era una verdadera casita de madera, con sus anexos, y con un jardín inmenso, verde, con árboles y todo. Y Rufo le enseñaba la casa. El huerto. La cocina. El recibidor. Todo limpio, ordenado. Y la despensa. Vaya despensa. Resulta que Rufo tenía en ella una cantidad de comida como las de antes: morcillas colgando, chorizos, el rincón de los quesos, el rincón de las bollerías, etc. Todo un festín, y todo casero. Imaginad pues la cara de la reportera, sosteniendo en su mano su regalo de doscientos gramos de jamón serrano envasado al vacío… La reportera que quería ayudar a un hombre pobre... La reportera que se pensaba que Rufo estaría en una situación total de desamparo, ya que para tener que comer lo que él propio se cultivaba, suponía que Rufo debía estar en una situación económica bien mala... La reportera que venía del mundo desarrollado y que le iba a salvar de la miseria con esa comida con certificado del ministerio de sanidad que le traía. Entendió de sopetón que sencillez no significa pobreza, que renunciar a algunas cosas de este mundo no significa ser un desgraciado, que se puede tener la fuerza de apartarse del modo de vida actual y seguir siendo un ser humano. Y la respuesta de Rufo, tan sencilla y a la vez abrumadora: “¡cómo no voy a tener chorizos, si acabo de matar al cerdo!” Ay, si resulta que para tener la despensa como antaño, no hace falta más que cuidar un bicho, que no cuesta nada. Ay, que higiénica y antiséptica parecía ella, con su jamón en láminas, envuelto en plástico transparente. Qué limpio, qué organizado, qué industrial. Pero qué ojos de gata al ver aquellos embutidos frescos colgando de la despensa, aquella comida casera, aquellos alimentos de su propio huerto…

Ay, ojalá existiera más gente como Rufo. Y ojalá esa reportera se dedique a hacer temas con una intención menos exhibicionista y más cultural, ya que era muy amable, divertida, y sobre todo, supo reírse de si misma. Cuando Rufo le respondió que no quería hablar de su familia, ella no hurgó en la herida, y cambió de tema, por mucho de que eso le hubiera –seguro- hecho ganar más audiencia. Esa era la historia de Rufo, la que le llevó a la exclusión de la rotonda, la que el morbo del telespectador hubiera querido, pero él no dejó que entraran en su vida personal, y ella no insistió, seguro que desobedeciendo órdenes superiores. Pero, sobre todo, Rufo era demasiado inteligente para picar en el anzuelo: entrad en mi casa, adelante, eso sí, pero no en mi vida personal. Hay una diferencia. Y la reportera reconoció que estaba metiendo un poco la pata, que el tal Rufo no era un pelele, que hay cosas que valen la pena. Y se despidieron con dos besos, los mismos con que se recibieron. Y Rufo, tan sencillo, le dijo que le gustaba su olor. Qué maravilla de hombre, que no tiene reparos en decirle algo sencillo a una mujer, porque es algo simple, real, sin intentar ir más allá que la simple amistad y cortesía. Qué maravilla pensar que hay gente que aún sabe encontrar el gusto en un simple vaso de agua. Y qué lástima que se tengan que ir a vivir en medio de rotondas, qué lástima que sea porque escondan una historia triste detrás, que lástima que acaben siendo material de curiosidades.