Sunday, July 5, 2009

El Tuc de Mulleres















Ésta es la historia de tres ganadores. Tres vencedores que coronaron con estilo el Tuc de Mulleres, una cima pirenaica de 3.010 metros de altura, la mañana del 5 de julio de 2009, tras partir con el sol desde el antiguo hospital de Vielha. Tres montañeros que establecieron un nuevo récord al ascender hasta los 3.013 metros, tres metros más que la montaña en sí, ya que se colocaron en tres de nou amb folre i manilles una vez en la cima, alcanzando así físicamente las estrellas y espiritualmente la gloria.

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Ésa sería la noticia que habríais leído hoy en "L'Exprés de Vielha" de no ser por la fuerza inusitada del destino. Un empuje bestial que acechó a nuestros héroes desde mucho antes de lo que uno se pueda imaginar. Un arrebato imparable que azotó las bases de la misma tierra. Preparaos para sentir lo que aconteció realmente esa fría mañana estival en un rincón del Pirineo. Ésta es la crónica de otra muerte anunciada.

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La excursión iba a ser legendaria. Apuntaba alto. Muy alto, más de tres mil metros de Pirineos. Nieve, crampones, refugio, montaña mítica... estaban todos los ingredientes. Cierto es que el grupo que inició el ascenso esa mañana era bastante reducido, pero hay que señalar que los alistados habían sido muchos más. La expectación creada alrededor de la futura hazaña había sido tan grande, que no pasó desapercibida a las masas. Desgraciadamente, de ocho apuntados tras las primeras pesquisas, pasaron a ser cinco el día D, que se convirtieron finalmente en tres a la hora H. El grupo iba menguando como un hielo al sol, la gente iba cayendo como la mosca de Obama, las desgracias llamaban a cada una de nuestras puertas. Pero tres afortunados aguantaron el envite y, valientes, se citaron a la hora convenida en el lugar adecuado. El Mulleres iba a ser nuestro. De Nacho, de su cuñado Jose Ignacio, y mío.





















Pero algo debió pasar con los Dioses del Olimpo: parecían no estar con los buenos. Porque nada más poner los pies en la montaña, empezaron a llover las desgracias. Intentando olvidar el neumotórax de Álvaro (ex futuro número cuatro de la expedición) y el lumbago de Jose María (antiguo número cinco), Jose se encontró con una refrescante bienvenida. Y es que al bajar del coche fue a parar directamente a un charco, mojándose de lleno sus Adidas Stan Smith y los pies con ellas, desde el dedo gordo hasta el tendón de Aquiles. De acuerdo, el origen fue una emboscada de Nacho y mía, sutilmente colocados entre el fangal y el farol del albergue para que la luz de éste no iluminara aquél. Pero el caso es que no es normal hacer el pleno al quince nada más llegar. Y aún más sospechoso resultaba que, un pelín antes, la voz del GPS del coche, muerta tras horas de rutas comarcales y rurales, en vez de decirnos el riguroso “gire a la derecha”, lanzó un “ahora, gire por dónde pueda”. Sí señores, sí: ¡verídico! El GPS perdía el Norte y, lo que es peor, nos anunciaba a viva voz su desespero. Esa voz seca se nos hizo más humana que nunca. ¿Fuerza magnética, isobaras tremendas, humedad relativa, qué es lo que la hizo temblar? No podía ser verdad, pero lo era: hasta la más útil de las tecnologías deponía sus fuerzas ante la madre Naturaleza. Y allí estábamos nosotros. Ah, aire fresco de montaña para tres frescos de ciudad.

Ya situados, decidimos que antes de bajarnos a dejar los trastos, mejor irnos pitando a comer algo, para lo que debimos deshacer y luego rehacer diecinueve kilómetros. La montaña y sus solitarios habitantes es lo que tiene. Pero como dice Álvaro, “paga la pena”. Porque nos encontramos a Indalesio, nuestro hostelero argentino, alias “el rápido”. Íbamos escopeteados por eso de la hora límite de entrada en el albergue. Y bam, al entrar al restaurante, vemos un mensaje encuadrado donde pone “Para comer bien, se debe saber esperar”. Capito. In your face. Y todo antes de abrir la boca. Pero se lo decimos igualmente a la camarera, otra que desenfundaba con parsimonia. Renoi, es que esto siempre pasa: cuantas más prisas, más retrasos. Para que os imaginéis nuestro desespero, nos planteamos hasta dormir en el restaurante. Y es que al preguntarle (dos veces) “¿dónde se puede dormir aquí?” ya que preparábamos el terreno ante la posibilidad de encontrarnos el albergue cerrado, el tío soltó un “¡¿aquí?!", señalando el suelo de su local. No home no, en el pueblo. Y nos dijo que lo iba a consultar. A la wikipedia, no te digo. Nos hizo una foto curiosa porque no apretó el botón, a lo que le pedimos que por favor, la repitiera pero esta vez apretando, gracias. “Güiquiiiii, digan güiquiiiiii”.

En fin, un lugar en el que nos hubiéramos quedado a gusto más rato si no fuera por el crono. Un lugar donde la lógica imperaba:

Nacho: “Un Sprite please”
Camarera: “D’acord, te traigo un Sprite, ahora consulto si tengo, pero si no, pues te traigo un Aquarius”
Nacho: “No mujer no, si no hay Sprite, tráeme un Seven Up" (¿qué me vas a traer un Aquarius si no tiene nada que ver?”…)

O, en la mesa de al lado:
Camarera: “Qué, ¿estaban buenas las empanadillas?”
Los otros comensales: “Hombre, buenas sí que estaban, pero lo que pasa es que eran tan sólo dos, rellenas de queso y cebolla, cuando nosotros habíamos pedido tres, y de carne”
Camarera: “, sí, es que como no me quedaban de carne, pensé que con estas ya harían”…

Qué jeta, digna de un Máster en la Javier Persons' Business School. En fin, todo un show. Nosotros nos tomamos una cena ligera, para preparar bien la ascensión: pizza con patatas fritas.
















Así que nos vamos de allí a toda pastilla, muy a nuestro pesar, y llegamos de nuevo al refugio, que Nacho reconoció porque “es verdad, tiene pinta de hospital antiguo, se ve que es el antiguo hospital de Vielha”. Trola monumental porque tenía unos tochos más nuevos que los de Marbella. Pero en fin, Jose y yo se la pasamos porque él ha pagado la gasolina. Luego, como durante el recorrido nos había dado una vergüenza tremenda telefonear de nuevo al albergue, nos tocaba dar la cara. Debíamos excusarnos, no porque en vez de ocho íbamos a ser cinco -eso ya lo avisamos el viernes-, sino anunciando ahora que al final veníamos sólo tres, y que encima queríamos tan sólo la tarifa básica (dormir), sin cena ni desayuno, que la pela és la pela. Nos suponía un corte tremendo. Pero ahora no podíamos no anunciarle la buena nueva. Así que utilizamos la táctica disimula como puedas:

Llegamos al albergue a las once y un minuto de la noche. Entramos con cara de póker, fingiendo cansancio, y la alberguista pregunta “, ¿sois los cinco?”. Ehem. Nacho se hace el sueco como buen Director Comercial que es. “¡Oh! ¿Cinco? ¿Que no han llegado los otros dos?”. La alberguista, muerta: “No. ¿Vaya, es que les habrá ocurrido algo? Ai, ¡Mare de Déu!”. Entonces salto yo “Ostras Nacho, ¡espera, que los llamo!”, que tampoco quería que le cogiera un infarto a la mujer, y cojo mi móvil y hago ver que llamo y que hablo, haciendo ver que me decían que no, que no llegaban, “vaya, así que aún estáis lejos…”, y que se quedaban a dormir por el camino, “ah, que os cogéis un hostal en El Pont de Suert”, y quedando pues “hasta mañana a las seis de la mañana en el Albergue de Vielha”. Entretanto, se ve que la alberguista le decía a Nacho que “¿qué hace este chico, si aquí no hay cobertura?”, cosa que me repiten al volver a dirigirme al mostrador, me pongo rojo, punyal, que me ha pillado, porque obviamente no había llamado a nadie… Pero por fortuna yo sí, yo sí que tenía las muy deseadas barritas de cobertura. ¡Uf! No pasé por un memo. Y solté “Pues será que tienes Vodafone, porque yo con Telefónica capto señal perfectamente”, y Nacho que responde, rizando el rizo al extremo: “pues será eso, que yo con Movistar no tengo nada”. Nos aguantamos la risa… y la alberguista asiente… “Oh, és clar, és clar”…

Venga, para adentro. Nos lleva a nuestras cinco camas para tres, lo que no es tan desagradable. Ahora bien, ninguno de los tres se esperaba que de tanta humedad las sábanas estuvieran mojadas. Y cuando empezó el concierto de ronquidos nocturnos, Jose se asoma desde su litera, mira hacia abajo iluminando el paisaje con su móvil, y certifica: “Si hijos, sí. De una habitación de cincuenta, nos ha tocado debajo de nosotros el abuelete que ronca”. Y claro, entre el que ronca, el tío al que le daba la luz de la sala de al lado en la cara y se la tapaba con las manos juntas en su rostro como si se hubiera dado con la nariz en una viga, los tardones que entraron con focos en la frente como si esto fueran las cuevas de Altimira, Nacho que no podía dormir, pues nos entró la risa floja… Pero algunos logramos conciliar el sueño. Hasta que…

¡CATACRAAAAAAAAAAAAAAC! La madre de todos los truenos resonó en el albergue, de madrugada. ¡Qué zambombazo! ¡Qué petardo! Un verdadero diluvio. Yo pensé, de veras, que lo siguiente era un alud de piedras, porque aquella traca debía haber removido la tierra. Sí señores, sí. Tras meses de sequía y de verano, va y se pone a llover la madrugada del día D, y no de forma sutil sino con un estruendo que te mueres. No, dime que no es verdad. Que sólo quedamos tres y hem de fer el cim. Pero sí, es verdad. El resto de la noche se oiría, aparte de una disonante pero persistente sinfonía de ronquidos (que Nacho se empeñaba en grabar con su móvil), un repicar de gotas en el techo, dip dip dip, dip dip dip. Un rebote regular, continuo, harmonioso. Un tamborileo que Nacho, que apenas durmió, y yo, que hice cuánto pude, identificamos rápido como lo que era: lluvia. Gotas cayendo celosamente en el tejado. Pero no podemos decir lo mismo de Jose-o-marmota-do-Brasil. Con un gran bostezo digno de Harpo Marx y su bocina (también presente en nuestros remembers del viaje), nos suelta, ya a la mañana siguiente: “yo, es que pensé que ese ruido era... el del aceite que borbotea al hacer huevos fritos. ¡Pensaba de veras que me estaban preparando un par de huevos fritos!”. Sí, señores, sí. El tío creyó que el ruido de la lluvia era el ruido de su camarero particular que le hacía un desayuno especial de huevos f-r-i-t-o-s. Lo que hay que oír, es que vaya tío. Huevos fritos dice. No noi, no. Eso era lluvia, y de la buena. Nosotros sufriendo por el grupo y sin poder pegar ojo, y él regocijándose en su sueño y sus maravillosas fantasías. El mundo es injusto.

Así que ya es la mañana siguiente y el albergue está de pie. Gente de Girona juega a cartas esperando a que amaine el temporal, y uno de ellos, de unos sesenta años, nariz prominente, calva circular, y bigote de vendedor de droguería, suelta, aunque parezca increíble, un “oh caram, es la primera vez que veo una baraja española. Y esto que son, los oros?”, y le responden “que no hombre, que no lo ves, esto son copas”, y él contraataca “ah, ¡copas! Oh caram. Y las espadas, cuales son, las espadas”, y le replican "éstas, que tienen el dibujo de unas espadas”… Un hacha, vaya.

Y se hizo la luz. La luz porque dejó de llover, así que decidimos ponernos en marcha, una media hora después de los de Girona porque ellos eran unos pros y nosotros no dejamos de ser de Can Fanga.
















Me apunto la siguiente garrulería del día al notar, ya empezada la marcha e incluso después de haberme permitido el lujo de pedir presteza a Jose y Nacho, que me he dejado los crampones en el coche. Ole. Lo que faltaba. Tras tanto rastreo en Barcelona por localizar y alquilar crampones, decido volver al coche para que la búsqueda no haya sido en vano. Bajo corriendo y subo como puedo, para reemprender la marcha con Nacho y Jose. Vamos hablando del tío Martín y de la naturaleza para ponernos en ambiente, cuando de repente una bifurcación. Un camino que sigue el río y el valle por un lado, un atajo pedregoso, empinado, lateral pero con un hito de piedras en el otro. Como el Tuc de Mulleres está tapado por las nubes y no tenemos ni idea de dónde está, sabiamente nos decantamos por la opción b. Es que somos gente civilizada, y si hay hito, hay hito y sanseacabó.





















Y eso se pone arduo. El camino se pone difícil, pero nosotros nos abnegamos y subimos y subimos, fuertes como toros, preguntándonos cómo leches nuestro amigo ya apodado “el cinc d’oros” ha podido escalar por ahí, a su edad. Pero nada, juventud divino tesoro, la cabra tira al monte. Arriba, arriba. Hasta que, pasados muchos, pero muchos minutos, quizá una hora, nos preguntamos si estamos en el buen sendero. Es que vaya, no hay sendero, y arriba se pone más vertical que el Everest. Nos asomamos por una carena lateral… y allí está. Allí, en el fondo del valle, subiendo al lado del río, allí está el sendero luminoso que nos llama. Abajo, no arriba. Por dónde hemos venido, no por donde vamos. Oh oh. Oh no. Dime que no. Pero sí. Va a ser que sí. Sí, la hemos pifiado. La hemos liado parda. Hemos subido la montaña equivocada. Olé nuestras narices. Campeones. Los reyes del olfato. ¡La madre que nos matriculó!
















Nuestra odisea entra ya en los anales. Todo esto tienen que ser señales para que no subamos, que hoy no es nuestro día: las dificultades para encontrar el día, el grupo menguante, el diluvio universal, la espera de seis de la mañana a nueve para que deje de llover, las cumbres aún borrascosas, la falta de crampones en las tiendas de Barcelona, el olvido de los crampones en el coche, el camino erróneo. No, tanto no puede ser casualidad. Pero oh, la esperanza y la ilusión es lo último que se pierde. Y como Braveheart enalteciendo a sus tropas, decimos que no, que nada está escrito, que vamos a luchar por ¡nuestra libertad! Y con un coraje imperioso, una pulsión juvenil, un ritmo sereno, empezamos la bajada hacia la bifurcación para reemprender el buen camino. Oh, sí, sí, somos los tres mosqueteros, los tres tenores, los tres jinetes del Apocalipsis, el tridente blaugrana, el triplete culé. Somos... Somos... Uhm. Un momento. No. Parece que no. Pronto nos dimos cuenta de que éramos más bien otra tríada: los tres del Tricicle, los tres hermanos Marx –Harpo, Chico y Groucho- (el cuarto nunca contó), o los tres cerditos.

Porque al bajar lo que habíamos subido, de repente Jose suelta un “¡Ándele! Cómo me patina el pie derecho, es como si los tacos ya no agarraran”. Y se lo mira. El pie. El pie, no la bota. Y es que se le ha caído la suela de la bota. Se-le-ha-desintegrado-la-bota. Entonces se mira el otro pie. Idem. La otra bota también se ha separado de la suela. Oh no. Houston, Houston, tenemos otro problema. Al unísono sus botas habían dicho no. Juntas, unidas hasta la muerte. Nos encontrábamos en medio de la montaña, un día lluvioso, en una pared resbaladiza, con Jose literalmente sin suelas. Con Jose descalzo.

Pero es que ojo que la historia tiene miga. Porque al salir por la mañana, comentando la diferencia entre nuestro atrezzo y el de los montañeros gerundenses (Nacho con tejanos, Jose con las botas que se compró quince años atrás, yo con mi jersei de balonmano), Nacho y Jose explicaron cómo el padre de Jose se metió con Nacho por no tener botas de montaña (Nacho se las tomó prestadas a un amigo), tomando como ejemplo a Jose “mira el Jose, que tiene las suyas desde hace años. Éstas son cosas que se deben tener propias, cosas de una vida, cosas que duran”. Ehem, habló el profeta. Pero para Jeremías, el amigo que prestó a Jose otra parte de su equipo alpino: crampones, cantimploras, mochila… Ya que Jose, por la mañana, también antes de salir, nos comentaba riendo las ocurrencias de su amigo, que le había dicho "ojo Jose con esas botas tan viejas, que aún se te van desintegrar". Ja ja ja, vaya ideas, ¿no? Unas botas de montaña desintegrarse… Sí, sí, que cachondo el amigo. Pero ¡bam!. Va y fue lo que pasó. Se le desintegraron las botas a Jose. Ése si que fue un profeta.





















Así que ya nos véis, a los tres pixapins tomando el camino de regreso definitivo, hacia abajo, tras una serie consecutiva de eventos que hicieron de nuestra cruzada una misión imposible, vetada desde su concepción, bombardeada en su preparación, ajusticiada en su realización. Pero dejamos el listón bien alto. Can Pixa, Can Fanga, ahora sí que nos harán ciudadanos de honor. Cumplimos con todos los requisitos para tal, confirmado ingenuamente por uno de los gironins que, al explicarle que habíamos subido la montaña equivocada y enseñarle el resto de botas de Jose (que acabó la bajada en calcetines), nos señala un monticulito de nada, a poca distancia del refugio, nos pregunta en serio “¿allá?”. Hombre, no fotem, que eso es una protuberancia insignificante, una altura nimia, ¡y tocando el sendero! ¡Hombre de poca fe! El tío de verdad pensaba que no habíamos hecho más que un par de quilómetros… Lo que hay que oír.

Y ésta es la gloriosa historia de nuestra fallida ascensión al Mulleres, un 5 de julio de 2009, jornada posterior al día de la independencia americana. Jose, Nacho y Jorge, hombres de valor, hombres de principios, hombres de objetivos. Pero un día, un día el Tuc será nuestro. Y entonces, con nuestro fogoncito portátil, nos haremos los huevos fritos de recompensa. Huevos fritos en el monte. Porque sí, también nos habíamos llevado un fogoncito de butano, faltaría más: que somos lo que somos, y las cosas, o se hacen bien, o no se hacen.

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*Ignacio alias el Nacho ascendió el Turó de l'Home a pata coja en el 2019. Cuentan que fue porque seguía con las mismas botas que en el Mulleres, y la derecha ya le empezaba a flaquear.

*Jose Ignacio alias el Jose coronó el Pedraforca en el 2024, de noche, vestido con el traje tradicional de los pastores del lugar.

*Jorge alias el Jorge subió con crampones el edificio Eismann de Barcelona en el 2031. Cuentan que desde el Mulleres su vida siempre fue una constante búsqueda del hielo en altura.

Los héroes suelen ser recordados por sus hazañas. Sin embargo, en esta ocasión nuestros héroes serán recordados por lo que intentaron, no por lo que consiguieron.