Thursday, April 15, 2010

El árbol









Nunca nadie supo cómo fue a parar a aquél rincón. No era lugar para un roble. A veces crecen árboles en lugares donde no les rodea ninguno de su especie. Empujados por la fuerza de los años pasados, con raíces obstinadas que resisten cualquier tala. Aguardan sigilosas años bajo tierra, siglos, y hacen surgir cada primavera brotes verdes hacia el sol. Quizá esta vez será la vencida. Todo por recuperar el terreno perdido.

Pero ésa no había sido su historia. En esta ocasión, debía haber sido una semilla. Una bellota. Algún animal la habría dejado allí, por alguna extraña vía. Algún jabalí, por el suelo. Alguna ardilla, por las ramas. O algún pajarillo, por el aire. Y allí se quedó, encajonada. Una semilla de roble a los pies de un gran pino de copa. Cubierta poco a poco por hojarasca seca. Nada más alrededor, sino la antigua masía.

El invierno fue duro. Muy gris, pero escasa lluvia. Poca luz, mucha espera. El agua había caído casi toda en septiembre, y lo haría de nuevo en primavera. Mientras tanto, el cielo oscuro, el aire gris. El humo de la chimenea olía a la resina de las piñas. No había ruido. Todo estaba tranquilo. Todo estaba muerto.

Algo sí se avivó. Era el viento, aire en movimiento. La copa verde se balanceaba mucho, densa. Quizá era demasiado grande, tan alta. El temporal azotó la región. El pino perdió ese día el equilibrio. El invierno había sido definitivamente duro. La caída fue rápida. Mucho ruido. Y luego silencio. La noche continuó su rumbo.

La semilla no pudo notar nada. Allí, recogida, no podía sentir la diferencia. ¿Cómo notar que, en adelante, ese agua del subsuelo no se la llevaría el pino? Siguió su curso, y en primavera nació el germen verde. Lo hacen decenas y miles de otros cada año. Aunque muy pocos consiguen arraigar. La probabilidad no ayudaba. Pero el pino había caído.

La primavera la pasó escondida entre malas hierbas. Más altas, más densas, pero con menos futuro. Ese año nadie segó el lugar. Quizá eso fue lo que salvó al brote. Llegó el invierno. Seco de nuevo, tras un otoño torrencial. Las hierbas fueron cediendo: se habían estirado demasiado, sin tener raíces profundas. Pero el fruto de la bellota no. Había sido más precavido. No trabajó para ser más visto, sino que cavó bajo tierra para buscar proyección. Y se había arrimado a un buen árbol. Un árbol que le cedió su lugar. Su buena sombra ya no le cobijaba. Ahora podría ver el sol. De momento aún hacía frío.

Un día, el agua volvió a caer. El verdor a crecer. El calor llegaba de nuevo. Y esta vez salía gente de la masía. Y talaron el pino caído. Un niño podaba los brotes verdes en lo bajo de los troncos de los árboles: ciruelos, encinas, alcornoques. Descubrió el pequeño roble que crecía con el viejo pino. ¿Cómo había podido ir a parar allí? Decidió ayudarlo. Lo guardó arrimado. Lo regó. Le podó las hojas bajas. Y esperó al año siguiente.

Fueron años de la misma historia. Paciencia.

Primavera, verano, otoño, invierno. Una y otra vez, el ciclo repetido. Tiempo al tiempo. Y el árbol iba creciendo. Centímetros. Un metro. Una ramita dura, marrón, ya no sólo verde oscura. Cinco, diez, veinte hojas. Cuarenta. Un tronco fino, no más ancho que un dedo. Llegó otra vez el invierno. Un verano. Otra primavera. Aquél otoño. La naturaleza se abría camino. La vida seguía su curso. Hay árboles centenarios, los hay milenarios. El secreto es la tranquilidad. La paciencia. Las noches frías de invierno, las solas tardes de otoño.

Han pasado ya más de quince años, y aquella tenue promesa es ahora una estilizada silueta. Alta, homogénea, con un tronco que no se abarca sin la ayuda de las dos manos. Habían retirado ya los restos del viejo pino. Había sido delicado, porque al arrancar la raíz, el roble perdió sus bases. Pero aguantó. Habían sido años de curas, horas de cuidados. Una colonia de insectos atacó su base un verano. Un cruel juego infantil le rasgó la corteza y le hizo sangrar resina. Alguien paró el ataque a tiempo. El roble siguió su curso.

Hoy, tan sólo un hecho deja entrever su pasado. El roble tiene la copa fornida, verde, grande, uniforme alrededor de un tronco superior recto. Pero el roble está torcido. Empieza oblicuo, en dirección al lugar dónde un día hubo el tronco de un pino. Cuando alcanza ese punto, endereza su paso al andar, busca el cielo y obtiene la vertical. Es como si el roble quisiera poner su copa encima de las raíces del árbol a los pies de quien creció, aún teniendo que desviarse de las suyas propias. Es como si quisiera agradecer a quien dio su vida por la suya. El roble nos señala el lugar dónde quedaba aquél pino.

Hoy ha llovido. Ha vuelto a coger fuerzas. El roble está torcido, pero guarda todo su sentido.

1 comment:

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