Friday, November 8, 2013
Ciencia: creatividad y método
Wednesday, January 5, 2011
Paraules
Thursday, April 15, 2010
El árbol
Nunca nadie supo cómo fue a parar a aquél rincón. No era lugar para un roble. A veces crecen árboles en lugares donde no les rodea ninguno de su especie. Empujados por la fuerza de los años pasados, con raíces obstinadas que resisten cualquier tala. Aguardan sigilosas años bajo tierra, siglos, y hacen surgir cada primavera brotes verdes hacia el sol. Quizá esta vez será la vencida. Todo por recuperar el terreno perdido.
Pero ésa no había sido su historia. En esta ocasión, debía haber sido una semilla. Una bellota. Algún animal la habría dejado allí, por alguna extraña vía. Algún jabalí, por el suelo. Alguna ardilla, por las ramas. O algún pajarillo, por el aire. Y allí se quedó, encajonada. Una semilla de roble a los pies de un gran pino de copa. Cubierta poco a poco por hojarasca seca. Nada más alrededor, sino la antigua masía.
El invierno fue duro. Muy gris, pero escasa lluvia. Poca luz, mucha espera. El agua había caído casi toda en septiembre, y lo haría de nuevo en primavera. Mientras tanto, el cielo oscuro, el aire gris. El humo de la chimenea olía a la resina de las piñas. No había ruido. Todo estaba tranquilo. Todo estaba muerto.
Algo sí se avivó. Era el viento, aire en movimiento. La copa verde se balanceaba mucho, densa. Quizá era demasiado grande, tan alta. El temporal azotó la región. El pino perdió ese día el equilibrio. El invierno había sido definitivamente duro. La caída fue rápida. Mucho ruido. Y luego silencio. La noche continuó su rumbo.
La semilla no pudo notar nada. Allí, recogida, no podía sentir la diferencia. ¿Cómo notar que, en adelante, ese agua del subsuelo no se la llevaría el pino? Siguió su curso, y en primavera nació el germen verde. Lo hacen decenas y miles de otros cada año. Aunque muy pocos consiguen arraigar. La probabilidad no ayudaba. Pero el pino había caído.
La primavera la pasó escondida entre malas hierbas. Más altas, más densas, pero con menos futuro. Ese año nadie segó el lugar. Quizá eso fue lo que salvó al brote. Llegó el invierno. Seco de nuevo, tras un otoño torrencial. Las hierbas fueron cediendo: se habían estirado demasiado, sin tener raíces profundas. Pero el fruto de la bellota no. Había sido más precavido. No trabajó para ser más visto, sino que cavó bajo tierra para buscar proyección. Y se había arrimado a un buen árbol. Un árbol que le cedió su lugar. Su buena sombra ya no le cobijaba. Ahora podría ver el sol. De momento aún hacía frío.
Un día, el agua volvió a caer. El verdor a crecer. El calor llegaba de nuevo. Y esta vez salía gente de la masía. Y talaron el pino caído. Un niño podaba los brotes verdes en lo bajo de los troncos de los árboles: ciruelos, encinas, alcornoques. Descubrió el pequeño roble que crecía con el viejo pino. ¿Cómo había podido ir a parar allí? Decidió ayudarlo. Lo guardó arrimado. Lo regó. Le podó las hojas bajas. Y esperó al año siguiente.
Fueron años de la misma historia. Paciencia.
Primavera, verano, otoño, invierno. Una y otra vez, el ciclo repetido. Tiempo al tiempo. Y el árbol iba creciendo. Centímetros. Un metro. Una ramita dura, marrón, ya no sólo verde oscura. Cinco, diez, veinte hojas. Cuarenta. Un tronco fino, no más ancho que un dedo. Llegó otra vez el invierno. Un verano. Otra primavera. Aquél otoño. La naturaleza se abría camino. La vida seguía su curso. Hay árboles centenarios, los hay milenarios. El secreto es la tranquilidad. La paciencia. Las noches frías de invierno, las solas tardes de otoño.
Han pasado ya más de quince años, y aquella tenue promesa es ahora una estilizada silueta. Alta, homogénea, con un tronco que no se abarca sin la ayuda de las dos manos. Habían retirado ya los restos del viejo pino. Había sido delicado, porque al arrancar la raíz, el roble perdió sus bases. Pero aguantó. Habían sido años de curas, horas de cuidados. Una colonia de insectos atacó su base un verano. Un cruel juego infantil le rasgó la corteza y le hizo sangrar resina. Alguien paró el ataque a tiempo. El roble siguió su curso.
Hoy, tan sólo un hecho deja entrever su pasado. El roble tiene la copa fornida, verde, grande, uniforme alrededor de un tronco superior recto. Pero el roble está torcido. Empieza oblicuo, en dirección al lugar dónde un día hubo el tronco de un pino. Cuando alcanza ese punto, endereza su paso al andar, busca el cielo y obtiene la vertical. Es como si el roble quisiera poner su copa encima de las raíces del árbol a los pies de quien creció, aún teniendo que desviarse de las suyas propias. Es como si quisiera agradecer a quien dio su vida por la suya. El roble nos señala el lugar dónde quedaba aquél pino.
Hoy ha llovido. Ha vuelto a coger fuerzas. El roble está torcido, pero guarda todo su sentido.
Tuesday, October 20, 2009
Diversión contra pereza
Wednesday, September 16, 2009
Veo El Tiempo, luego existo

***Sintonía del Telediario***
Era entonces cuando a mi abuela le crecían las orejas, afinaba la vista y se le aceleraba la respiración. Ella nunca quería perderse El Tiempo. Y tuvieron que pasar años hasta que empezara yo a entender sus motivos. Si mi abuela hubiera sido jardinera, campesina, o cartera de Correos, yo habría entendido que le preocupara la intemperie. Pero ella no lo era. ¿Por qué tanto afán en saber si el día siguiente será lluvioso o seco? ¿Por qué tanto placer en las isobaras?
Y sin embargo, un día lo entendí. Comprendí sus motivos. Lo noté dentro de mí: quise ver el tiempo, porque buscaba algo que me relajara. Quise ver el tiempo, porque quería ver lugares conocidos. Quise ver el tiempo, porque volvía de un día ajetreado. Y encontré la razón. Mi abuela miraba el tiempo porque era el único referente real y sosegado que le quedaba en la televisión. Era el único espacio que le estaba realmente dedicado, en persona, el único programa que entendía y que la hacía sentir como en casa. El programa anterior –las noticias- era un suceso de eventos avasalladores: terremotos en Turquía, soldados americanos muertos en Afganistán, manifestaciones en China, tecnología en el Salón del Automóvil de Tokyo, concierto multitudinario en Sudáfrica... Y ella ya no sabía, como tampoco lo saben muchos otros hoy, dónde estaba. Aquí, allá, con lo bueno, con lo malo. Uno ya no sabe quién es y qué hace en este mundo. Y sin embargo, luego llega El Tiempo. El Tiempo, algo que siempre está ahí, que nunca cambia. Siempre igual, el mapa y el hombre delante diciendo que si hará sol o se nublará la Península. Parece un programa insípido, y sin embargo lo dejamos empezar, con su hilo musical tan ligado a la compañía energética que lo patrocina.
Y entonces entras en el juego. Porque El Tiempo no sólo habla del cielo, sino de la tierra. De tu tierra. Te recuerda dónde están las capitales de tu provincia. El Tiempo, que con su mapa te muestra el lugar dónde se encuentra tu mar, dónde están el Sur y el Norte. El Tiempo, nuestra casa vista desde el aire. Y donde se nos explica la única noticia que, con una probabilidad del cien por cien, seguro que podremos palpar al día siguiente. El Tiempo, la única información verdadera por mucho que sólo sea una predicción. Todos estamos en las noticias del tiempo, después de no encontrarnos en las crónicas del telediario. El Tiempo, que desde hace ya unos años, no sólo nos dice qué pasará, sino lo que pasó, con instantáneas que ilustran lo que se dijo el día anterior: no importa la predicción, lo que queremos es ver que seguimos ahí. Nos enseña en directo, desde una cámara de vídeo fija, la ciudad de Balaguer. Nieve en Salamanca. El lago de la Vall de Núria. Bañistas en Alicante. Nos enseña estos lugares cercanos, donde hemos estado, donde fuimos de boda, donde pasamos un fin de semana, donde vive el tío Pepe. Sant Feliu de Guíxols, el pantano de Susqueda, els aiguamolls de l’Empordà. Y fotos, fotos de los lectores: los campos del Pla d’Urgell con granizo, rayos delante del puerto de Barcelona, nieve en Collformic. El Tiempo no sería El Tiempo sin el mapa, no hay tiempo sin espacio.
Sunday, July 5, 2009
El Tuc de Mulleres
Nacho: “Un Sprite please”
Camarera: “D’acord, te traigo un Sprite, ahora consulto si tengo, pero si no, pues te traigo un Aquarius”
Nacho: “No mujer no, si no hay Sprite, tráeme un Seven Up" (¿qué me vas a traer un Aquarius si no tiene nada que ver?”…)
O, en la mesa de al lado:
Camarera: “Qué, ¿estaban buenas las empanadillas?”
Los otros comensales: “Hombre, buenas sí que estaban, pero lo que pasa es que eran tan sólo dos, rellenas de queso y cebolla, cuando nosotros habíamos pedido tres, y de carne”
Camarera: “Bé, sí, es que como no me quedaban de carne, pensé que con estas ya harían”…
Qué jeta, digna de un Máster en la Javier Persons' Business School. En fin, todo un show. Nosotros nos tomamos una cena ligera, para preparar bien la ascensión: pizza con patatas fritas.
Monday, June 22, 2009
Las últimas fronteras

Algunos habréis visto el vídeo que puse hace unos días, en el que se preguntaba a la gente dónde les gustaría despertarse al día siguiente. Yo no di mi respuesta, pero hoy os doy una variación sobre el tema. ¿Cuándo te hubiera gustado vivir? Pues la verdad es que me hubiera gustado nacer antes de la segunda guerra mundial, o quizá antes de la primera. En un tiempo en el que aún no existía la globalización pero en el que sin embargo algunos ciudadanos como Willy Fogg hubieran podido viajar de un país a otro sin necesidad de papeles y permisos. Cierto que entonces muy pocos tendrían la capacidad material necesaria para tal hazaña (a diferencia de ahora, con nuestros vuelos y agenicas de viajes), pero al menos en aquel tiempo no se reducía directamente a las personas con un número identificativo. Pero no es esta facilidad administrativa (que para mí es una seña de humanismo) lo que me interesa de esa época no tan lejana, sino otro detalle: simplemente, que cada pueblo aún guardaba sus características propias, cada civilización guardaba sus tradiciones, su vida, sus tesoros inmateriales. No digo que el desarrollo actual no haya traído beneficios a muchos lugares del planeta, pero hoy en día vivimos en un mundo en el que demasiado a menudo la civilización principal ha desbordado con su sub-sistema (“el consumo de masa”, que por definición mismo inutiliza a la persona, ahogándola en un grupo anónimo para que la suma de sus pequeños gastos pueda suponer un gran balance final para la empresa vendedora), casi como una plaga. Hoy nos hemos multiplicado de forma tal que no hay frontera física, porque nos hemos invadido mutuamente en la realidad del espacio y en la ficción de lo virtual. Ya lo hemos visto todo por la tele, ya no nos supone tanta impresión ver la Torre Eiffel por primera vez, o soñar con las invenciones técnicas para la agricultura o el diseño de muebles que se verían en la Exposición Universal de París o Barcelona a finales del XIX. Por ejemplo, yo de pequeño siempre soñé con Damasco y Bagdad. No tenía ni idea de lo que podía haber allí, pero para mí eran nombres mágicos, ciudades donde mercaderes guardaban sus tesoros, ciudades en medio de desiertos y montañas que albergaban palacios de agua, princesas con zapatillas de tela fina y colores y de suela de cuero, caballos por las calles y camellos en las esquinas. Pero hoy, hoy Bagdad es el Bagdad de las bombas, la ciudad destruida, y reconstruida por empresas occidentales con falsos palacios de plástico y pladur. Los barrios pobres no son casas de barro y cañas, sino chabolas de plásticos y antenas de televisión. La gente está convulsa porque lejos de tener el enemigo que todo pueblo tiene –el vecino-, le cayó el ataque por encima, de no saben quién, sin saber por qué, por unas guerras de oro negro alimentadas por su dictador y bebidas por los occidentales.
Ahora estamos en todos lados, no hay mundos secretos ni reinos perdidos, y las fronteras físicas y culturales han desaparecido a favor de unas fronteras administrativas y de papel. Es un mundo falso, sin rumbo, en el que ya no vale ni el honor de la guerra. Creímos que el desarrollo nos haría mejores, y eso ha sido el problema de todo. El desarrollo nos hace más eficientes, pero no nos hace directamente mejores: mientras que el desarrollo nos facilita la vida sin que nosotros tengamos que aplicarnos en ello, para ser mejor hace falta que cada uno de nosotros se aplique en ello. El desarrollo podría ser un catalizador, pero en todo caso está visto que estos términos no guardan una correlación directa. Hubiéramos tenido que ser humildes y aceptarlo: no hay ningún mal en admitir que no se es perfecto. Al revés, es una virtud, o incluso diría una necesidad, porque ignorar que se hace el mal no es mucho mejor que hacerlo expreso. No, no hay que creérselo, hay que ser más escéptico, hay que pensar más. Se debe ser consciente de lo que se es, e intentar mejorar, pero sobre todo se debe ser consciente de nuestras limitaciones, para no caernos de bruces el día menos pensado, y para no estar limando la vida de otros sin darnos cuenta.
Sí, me hubiera bastado vivir hace cien años, años en los que África aún era feliz sin nuestra intervención, años en los que como en la canción de Sabina, hubiera sido mercader en Damasco, gitanito en Jerez, taxista en Nueva York, pintor en Montparnasse, tabernero en Dublín, mejor tiempo en Le Mans, cazador en la India, marinero en Marsella... o explorador en en Nilo, escriba en Egipto, buda en el Tíbet, cazador en la sabana, Inuit en el polo, buscador de oro en Alaska, Inca en los Andes, Tuareg en el Sáhara, artesano en Florencia, gondolero en Venecia, seminarista en Roma, cowboy en el Oeste, modernista en Barcelona, ninja en Hiroshima, Bruce Lee en la China, pastor en los Alpes, caminante en Santiago, compositor en Viena, agitador en Moscú, gángster en Chicago, pescador de l'Escala, industrial en Terrassa, cineasta en Los Ángeles, National Geographic en Namibia, chamán del Amazonas, estudiante en París…