Thursday, November 6, 2008

La caída


(Milán, Septiembre de 2005)

(Artículo publicado el 20 de septiembre del 2008, anteriormente ubicado en mi otro blog: "Mind and Matter")

Parece que eso de complicar lo que es sencillo se está poniendo de moda. Y si no, lean lo que me sucedió una tarde, mientras regresaba tranquilamente a la universidad tras haber ido a comer al bar de turno. Yo caminaba tan pancho y contento, quizá un pelín acelerado por eso de haber apurado al máximo la pausa del mediodía, cuando apercibí unos metros delante mío, y unos escalones por encima, a una conocida. Una chica con quien había asistido al curso de italiano el primer mes en Milán, americana. Y claro, un “ciao” dejé escapar, justo cuando estaba a su altura, sin pararme, que tampoco teníamos mucho en común. Todos sabemos que ésta es la estrategia óptima: ni demasiado pronto, lo que nos deja con un par de segundos de sonrisa tonta, recíproca, los dos pensando interiormente "¿y ahora qué nos decimos?", ni demasiado tarde, que no falten los modales. Nada, desviando la mirada hasta el momento crucial, y soltando el saludo, con tono casi de sorpresa, como si no hubiéramos visto la otra persona un buen rato atrás. Un “ciao” con efecto sorpresa, veloz, pero sin ningún interés escondido (es decir, no un ciao con segundas como sería un ciao fijando mi mirada en sus ojos, o un ciaaaaaooo alargando las vocales, o un ciao con guiño de ojo incluido). No, era un simple ciao de holaquétal, todo junto. Pero la diferencia entre ella y yo es que yo me acordaba más de ella que ella de mí. Y que yo se lo dije de subida.

Y es que ella (cuyo nombre no es que no quiera acordarme, sino que simplemente no me acuerdo) tardó unas milésimas de segundo en reaccionar. Ahora llegamos a aquella parte del relato en que el tiempo si bien no se para, se ralentiza de manera sustancial, la imagen sigue su curso pero casi congelada, e incluso una y otra vez, repetida desde diversos ángulos y puntos de vista. De modo que no estoy en grado de recordar qué fue lo que sucedió primero, porque en mi recuerdo todo sucedió a la vez, todo se mezcla, pero nada se borra. Ella tardó en reaccionar. Y lo hizo cuando yo ya había alcanzado el último peldaño de unos cinco que había entre su posición y la mía (ya advertí al lector de mi velocidad). Estábamos en efecto separados por poco más de un metro de altura, por razones arquitectónicas que no equivalen a un piso, sino a un simple desnivel. Pero yo tuve la astucia de concentrar mi saludo en la fase final de mi ascensión, cuando todo el esfuerzo requerido para tal hazaña había estado ya completado. Ella no. Y ella no me recordaba. ¡Ah! Error fatal que nunca olvidarás... y es que debió darse cuenta demasiado tarde de quién era yo ("oh, yes, the ragazzzo who attended with me il corso d’italiano alla Bocconi"...). Cruel olvido. Debió emplearse demasiado a fondo. Porque cuando yo ya estaba olvidando este reencuentro (estamos todavía hablando de milésimas de segundo, no fue largo), cuando mis pasos ya me dirigían hacia otros horizontes, pasó lo que pasó y ahora no duermo bien. Que nadie me pregunte el cómo, porque todavía no me lo explico. Lo único que sé es que oí un estruendo detrás mío, un ruido… Y luego lo vi todo: vaya resbalada, señores, vaya desplome, ¡pero qué batacazo! Una torta de aquí te espero, un tropezón de campeonato, un patinazo superlativo... ¡madre mía, qué caída! ¡Pero es que vaya galleta se estaba pegando la pobre! Es ahora que el relato se acelera. Yo me giro, y la veo, a ella, por el suelo, no caída, sino cayendo, no callada, sino chillando, no cabeza arriba, sino cabeza abajo... Yo no me puedo explicar como leches en cuestión de milésimas tiene una persona el tiempo de ponerse del revés, de caer, de seguir cayendo, de lanzarse al vacío. Es que no había ni piel de plátano ni líquido resbaladizo alguno, y por mucha manzana que le cayera a Newton, tal revolcón no se explica sólo con la ley de la gravedad. El tamaño del coscorrón fue inversamente proporcional a mi grado de comprensión de los hechos: y nada de tocar solo el suelo con las manos, o con el culito, ¡qué va! Ella cayó pero bien caída, como si de humor amarillo se tratara, con todo el cuerpo, con las manos, los brazos, las piernas, ¡si hasta se dio con la barriga! ¡Pero es que no sé cómo se puede dar uno con tantas partes del cuerpo, como si no estuviéramos llenos de ángulos que forman concavidades imposibles de alcanzar! Y luego esperen. Porque es fácil ayudar a una persona que se ha caído, pero no lo es tanto ayudar a alguien que aún está cayendo. Si la persona aún no ha acabado la operación, no hay nada que hacer. Mujer, puestos a caer, ¡pues cae rápido! Pero no, ella se empeñó en tragarse uno por uno los cinco escalones que allí había, pero cuando digo uno por uno es porque la chica iba rebotando a cada peldaño, con suspiro incluido. Yo no sé si eran gritos, suspiros, alaridos u otra cosa, lo único que sé es que no hay onomatopeya que lo describa. Pero lo que más alboroto causó fue la carpeta, una carpeta de esas gruesas, con tapas brillantes y plastificadas: tras volar unos metros aterrizó plana no se sabe dónde, pero tal caída en plancha dejó tras de sí un ruido infernal sobre el suelo de mármol la universidad, un ruido de esos que no avisan, de esos que lo echan todo en un único movimiento, de esos que ta hacen girar la cabeza al instante, ¡BAM! Es que también la chica escogió mal. Puestos a caer en unas escaleras, hazlo de subida, que al menos así te quedará con más probabilidad la cabeza más alta que los pies. Y si lo haces de bajada, prueba de hacerlo elegantemente, cayendo de culo, para levantarte ipso facto con una graciosidad de quien no quiere la cosa. Pero no te caigas con el cuerpo hacia delante, las piernas por detrás, los pies para arriba, y rebotando en cada peldaño. Es que yo no lo entiendo, no entiendo estas ganas de dar la nota. Yo, si me caigo, me levanto haciendo la voltereta, y luego saludo para dejar claro que obviamente, estaba todo preparado, faltaría más. Por favor, miedo al morado no, ¡pero ante todo no perder la dignidad! En fín, en cuestión de gustos nada está escrito. Y aún menos entre nosotros y los americanos.

Ahora bien, todavía queda la segunda parte del relato. Una vez asentada, ¿qué hacer? No ella, sino yo: ¿qué debía YO hacer? Fue en ese momento que incomprensiblemente me entró una especie de remordimiento, mezclado a un sentimiento de vergüenza ajena que más pienso en él y menos entiendo. En esos instantes uno pierde el sentido de la realidad. Y es que me entró un sentimiento de culpabilidad enorme. No nos engañemos: ¿por qué se había caído? Porque me había saludado. Entonces ni me daba cuenta que a una persona normal no le hace falta que movilice todos sus sentidos para saludar a otra persona. En América debe ser lo habitual, pero ¿cómo podía yo saberlo? Yo era el responsable. Era el único en saber que se había caído por mi culpa, porque tardó demasiado en recordarme y no tuvo la astucia de hacerlo después del obstáculo puesto allí expresamente. No sabía si acudir a ella o no. En estos casos, a uno le vienen en mente una cantidad de pensamientos ridículos que nunca resultan ser verdad. Mi primera reacción fue “Si voy, seguro que me tira los libros a la cabeza porque dirá que fue culpa mía”. Ridículo pensamiento porque si bien fui la causa de tal peripecia, no fui para nada el culpable. Pero yo pensaba “no, como vayas, estás muerto” ¡Ya se podría haber acordado de mí, no te digo! No es que no tuviera ganas de levantarla, pero es que si no quería hacerlo, era por su bien. Ésta fue la segunda evolución de mi estado cognitivo. ¡Lo prometo! Y es que a ver, no es el dolor de una caída aquello que más miedo me da, sino el ridículo que uno puede llegar a hacer. Ya dije que yo, cuando me caigo, me levanto con tal velocidad que la gente no tiene tiempo de ver lo que ha sucedido. Intento incluso incorporar el movimiento de levantamiento al de la caída, como si fuera todo natural, añadiendo si hace falta un sonoro ¡hop! para que la gente crea que todo estaba calculado. Hago ver si hace falta que he visto dónde se encuentra la cámara indiscreta. Como un relámpago recojo mis cosas y me esfumo, no sea que alguien vaya a identificarme. Tan sólo más tarde miro si todo está en su lugar, si no sangro, si no estoy sucio. Es en este tipo de casos que uno se olvida de ver el siete que lleva en la parte posterior del pantalón. Y yo pensé “si vas y la levantas, se muere de vergüenza. Haz ver que no has visto nada. Haz ver que no has visto nada”. Cabe decir que como vi que la muchacha estaba sana y salva, la comicidad de la situación empezaba a llegarme... Pero yo les prometo que si no la ayudé, lo hice por ella. Además, de eso ya se encargaba un grupo de italianos que también habían presenciado la escena. La envolvieron como los paparazzi de la Dolce Vita acercándose a la actriz americana recién aterrizada en Roma, con el mismo glamour, el mismo peinado, e incluso las mismas gafas de sol. Los mismos que en el previo análisis de la situación me dije “ya verás, ella les dirá que ha sido mi culpa, y estos matones no me dejan vivo....” Desde luego, más lo pienso y menos comprendo cómo uno puede llegar a pensar tales cosas, pero sin embargo no deja de ser verdad, era eso lo que yo pensaba. Pero algunos ya empezaban a reír... “vete de aquí o se muere de vergüenza”. Y al final me fui, llegué tarde, sonó la campana, pero me fui. Aunque no pude dejar de pensar en ello, ¿cómo iba a hacerlo? ¡Qué castaña! ¡Qué situación! ¡Qué risa! Es que no se imaginan el porrazo que se llegó a meter, una nata de campeonato. Vaya piño, señores, vaya piño. Y al final, yo esfumándome, ella buscándome, y los italianos ligando.

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